En junio de 2015 agentes mexicanos de Migración en el aeropuerto Benito Juárez del D.F. le negaron la entrada al país a un querido amigo y profesor colombiano, una de las personas más brillantes que he tenido la fortuna de conocer.
Este profesor es un joven docente que ya ha formado a varias generaciones de estudiantes universitarios y de posgrado en Colombia, además de inspirarlos a construir proyectos de investigación críticos, sensibles y ligados a sus propios caminos de vida, sin dejarse empantanar por los fetiches teórico-metodológicos que tanto abundan en el mundo académico.
Su pasado político tuvo más peso que su presente como un docente excepcional.
Él venía como profesor acompañante de toda una delegación de estudiantes de posgrado quienes están realizando su pasantía en la ciudad de México, y debido a este suceso, le frustraron su estadía.
Sentí tristeza y rabia al leer un correo donde él me escribía que “Los muros se trasladaron al aeropuerto”, e inevitablemente me hizo pensar cómo ese acto de negar la tierra a alguien, está sostenido por toda una construcción simbólica de dominio y administración del cuerpo y su sensibilidad. Imposibilitando su experiencia, demarcando límites ficticios, pero injustamente reales a su vida. Entendí lo que escribía el filósofo español Jorge Larrosa cuando decía que ya no era posible tener experiencias porque parecía que nuestras vidas desde hace tiempo estaban siendo administradas.
México y sus muros físicos e imaginarios, quejándose de la frontera con Estados Unidos pero llenando de murallas los encuentros con el otro. Pidiendo un trato justo para los mexicanos en el extranjero pero deportando y vejando a miles de cuerpos centroamericanos y sudamericanos en su paso por este país. Negando la tierra, la palabra, la mirada, el gesto y la sonrisa, y aun así anhelando construir un sitio mejor donde vivir.
No cabe duda que las primeras fronteras que nos dividen están en el cuerpo.
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