Recuerdo cuando nací, era miércoles en algún otro planeta, aquí el calor ardía en los hospitales, con los enfermos al borde de la muerte y las madres abriéndose a la divinidad de la vida. Recuerdo un círculo blanco, trazado sobre un blanco más luminoso. Corrió la sangre por las manos del doctor y después se deslizó mi cuerpo. El nacimiento fue mi primera cicatriz.
Recuerdo que el círculo blanco se iba ampliando, tan parecido a las ondas de radiación en el espacio. Mi madre lloraba porque le punzaba la carne como una flor. Por mi llanto se filtraban las primeras palabras. El llanto fue el único lenguaje que poseía en ese momento, y hablé. Recuerdo que el círculo se fusionaba con el fondo blanco y la luz se filtraba en mis entrecerrados ojos. La luz que es el agua donde nadan el tiempo y el espacio, la luz primigenia que me dio de beber.
Los años eran fantasmas que lentamente me fueron habitando, y un primer recuerdo de mi infancia es una casa de dos pisos en otoño, con calles llenas de árboles y cielo gris. La casa era blanca como las estrellas al juntarse, yo jugaba en el patio con otros niños. Jugábamos a dar vueltas mientras corríamos y levantábamos la cara hacia las nubes. Corríamos en círculos alrededor de los árboles y nos tirábamos al pasto para dar más vueltas.
Tiempo después me di cuenta que pequeños círculos me habían acompañado a cada momento de mi infancia y que mis recuerdos más bien eran partículas que rodeaban un núcleo en mi memoria. Mi primera órbita había iniciado con la luz del nacimiento y entregado al movimiento de los relojes infinitos, en su elipsis me dejé llevar.
JC
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